Transcurridos varios lustros sin visitar la casa de la abuela, el recibimiento de su aroma particular me hizo sentir acogida en la fortaleza de sus años: niña otra vez a mis casi treinta. No supe qué sentir entonces, cuando ella, avergonzada, se disculpó por el “olor a viejo” que emanaba de la casa y que yo no atribuía a otra cosa sino a la antigüedad de los muebles y a las preciosas ediciones –ya inconseguibles– de algunos libros en la biblioteca de mi abuelo. Me llegaba también un aroma de guayabas y otras frutas dispuestas, como siempre, al centro de la mesa y ninguno de estos olores me produjo una impresión desagradable.
A una semana de nuestro encuentro, sigo sin poder nombrar lo que sentí, aunque podría describirlo como algo intermedio entre la incomodidad por no saber qué decir y la nostalgia de tanto pasado recuperado de golpe en el olfato y en la vista.
Me gustaba esa mezcla de aromas que mi abuela hubiera querido disimular o esconder, porque al percibirla tenía la sensación de que existía algo intocado por el tiempo y que era, precisamente, ese lugar: la casa donde pasaron muchos días de mi infancia. Creo, por eso, que el verdadero hechizo de las casas antiguas es la forma misteriosa en que las cosas parecen conservarse en ellas. No entiendo por qué esta magia –si es– si es posible llamarla de esa forma, habría de avergonzar y ser sacrificada.
Sin embargo, estoy de acuerdo en que el hogar de los abuelos debe ser siempre limpio y ordenado, y en que es válido añadir acentos de novedad el ambiente con fragancias que no compitan con los aromas naturales de la casa o los oculten.
Si uno mismo en un inmueble propio o habitación de alquiler comprueba cada día que el llegar a un espacio desastrado afecta su estado de ánimo y la percepción de lo que vive en el día, en el caso de los adultos mayores, que permanecen casi todo el tiempo en el hogar, crear condiciones de orden e higiene óptimas, no es un lujo, sino una necesidad.
Para ello existen desde productos químicos de limpieza, jabones, perfumes para sábanas y almohadas, sprays, inciensos, dispensadores de esencias de que se conectan a las tomas de electricidad y velas aromáticas.
También hay sencillos gestos que no cuestan, pero realzan los buenos olores característicos de la casa: un pay de manzana horneándose en la cocina, lo mismo que un ponche en días de invierno o el café puesto a hervir en la mañana de una estación indistinta; unas ramas de pino cortadas en la sala o un jarrón de flores endémicas en la habitación, aportarán la necesaria armonía de aromas a las viejas casas.